domingo, 23 de marzo de 2014

Hermenéutica Introductoria




Introducción

La importancia de la Biblia está fuera de toda discusión. Sus libros no son sólo un tesoro de información sobre el judaísmo y el cristianismo; su contenido constituye la sustancia misma de la fe cristiana y la fuente de conocimiento que ha guiado a la Iglesia en cuanto concierne a su teología, su culto, su testimonio y sus responsabilidades de servicio.

La solidez del pensamiento cristiano y la vida misma de la Iglesia dependen del lugar otorgado en ellos a la Biblia y del modo de examinar sus textos. Puede afirmarse que las formulaciones doctrinales, la virtud y la acción del pueblo de Dios cabalgan siempre a caballo de la hermenéutica, y ello hasta el punto de que, como señala Gerhard Ebeling, la historia de la Iglesia es «la historia de la interpretación de la Sagrada Escritura».

La Biblia es un libro único por muchos lados. Es muy excepcional en que tiene una calidad doble de autor. En otras palabras, Dios es el autor de la Biblia, y a la vez hombres son los autores de ella. En realidad, la Biblia fue escrita por unos 40 autores durante un período de aproximadamente 1.500 años. Y sin embargo, han presentado un libro que tiene una continuidad más maravillosa que cualquier otro libro que haya sido escrito. También queda sin error. Cada autor expresaba sus propios sentimientos en su propia época. Cada uno tenía sus limitaciones e imperfecciones, y cometieron errores.  Moisés cometía errores, pero cuando escribió el Pentateuco, por una razón u otra, no escribió ni una declaración errada.

La Biblia es un libro muy humano, escrito por hombres de diversos orígenes, épocas y culturas. Entre ellos había un príncipe y un pobre; había uno muy intelectual, y también uno muy sencillo. Por ejemplo, el doctor Lucas escribe un griego casi clásico y maravilloso en una época cuando era muy popular hablar el griego Koiné. Pero Simón Pedro escribió algo en griego también. Era pescador y su griego no era tan bueno, mas Dios el Espíritu Santo usó a ambos hombres. Dejó que expresaran sus pensamientos, sus emociones, y sin embargo por aquel método el Espíritu de Dios dominaba de tal manera que Dios dijo exactamente lo que quería decir. Ésta es la maravilla del libro, la Biblia.

La Biblia es un libro divino. En la Biblia, Dios dice unas 2.500 veces, “Así dijo el Señor” o, “La Palabra del Señor vino sobre mi” o, “Así ha dicho Jehová”. Dios lo ha hecho muy claro que habla por medio de este libro. Es un libro que puede comunicarles la vida. Aún pueden llegar a ser hijos de Dios, “siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre.”

La Biblia es la comunicación de Dios al hombre. Si Dios hablara del cielo ahora mismo, se repetiría porque ya ha dicho todo lo que quiere decir a esta generación. A propósito, Dios no aprendió nada de nuevo cuando leyó el periódico de hoy.  Es el mismo Dios que creó el universo en que vivimos hoy día.

La Biblia es divina y humana. De un lado es como nuestro Señor, el cual caminaba en la tierra y se cansaba, y se sentó junto al pozo. Aunque era Dios, también era hombre. Hablaba con personas acá en la tierra y se comunicó con ellas. Este es un libro que comunica. Habla a la humanidad hoy en día. La Biblia es para los hombres tales como son.



Pero La Biblia requiere una correcta interpretación. Por ser un libro tanto divino como humano, desde el recorrido de su historia ha sido objeto y aún ahora en el tiempo postmoderno es sujeto de erradas y mal intencionadas interpretaciones sometidas a los intereses más personalistas y particulares.

Sobre todo, en este tiempo final, previo al pronto regreso de nuestro Señor Jesucristo cuando abunda el engaño y la falsedad religiosa y espiritual, se hace absolutamente necesario, especialmente para los verdaderos hijos de Dios y ministros del Evangelio, ser responsables en cuanto a tener una correcta interpretación de Las Escrituras.

El contenido de esta materia no sólo es esencial para cumplir un requisito académico, sino para que, como hijos de Dios seamos “entendidos en los tiempos” que nos corresponde vivir.

La temática incluida es de carácter básico o introductorio, pues la labor hermenéutica es suficientemente amplia, tal que se hace necesario, organizarla por niveles para lograr obtener el mejor conocimiento y fruto posible de la misma.


CONSIDERACIONES FUNDAMENTALES

Concepto de hermenéutica

La hermenéutica es la ciencia de la interpretación. El término, etimológicamente, se deriva del verbo griego herméneuo, que significa explicar, traducir, interpretar. Por su raíz (herme), ha sido relacionado con Hermes, el mitológico heraldo de los dioses, a quien se atribuía la invención de los medios más elementales de comunicación, en particular el lenguaje y la escritura. Tanto el concepto griego como el de épocas posteriores se refieren a la determinación del significado de las palabras mediante las cuales se ha expresado un pensamiento. Esto, de por sí, nos muestra la dificultad de la tarea hermenéutica, pues a menudo hay pensamientos que apenas hallan expresión adecuada mediante palabras. Tal es el caso, por ejemplo, en la esfera religiosa. Por otro lado, las complejidades del lenguaje frecuentemente conducen a conclusiones diferentes y aun contrapuestas en lo que respecta al significado de un texto. El camino a recorrer entre el lector y el pensamiento del autor suele ser largo e intrincado. Ello muestra la conveniencia de usar todos los medios a nuestro alcance para llegar a la meta propuesta. La provisión de esos medios es el propósito básico de la hermenéutica.

Término sinónimo de hermenéutica es «exégesis» (del griego exegeomai = explicar, exponer, interpretar). En el mundo greco-romano se aplicaba a experiencias religiosas, particularmente a la interpretación de oráculos o sueños. Actualmente se usa para expresar la práctica de la interpretación del texto, mientras que la hermenéutica determina los principios y reglas que deben regir la exégesis.

Aplicada al campo de la teología cristiana, la hermenéutica tiene por objeto fijar los principios y normas que han de aplicarse en la interpretación de los libros de la Biblia.

Las mejores ilustraciones del concepto de hermenéutica, así como de su práctica, las hallamos en la Biblia misma. En los días del Antiguo Testamento, sobresale la labor de Esdras, el fiel sacerdote judío que públicamente leía al pueblo «en el libro de la ley de Dios, aclarando e interpretando el sentido para que compren- dieran la lectura» (Neh. 8:8).

En el Nuevo Testamento, la práctica exegética aparece no sólo como elemento didáctico, sino como esencia de la proclamación evangélica centrada en Cristo. Es de notar el interés con que una y otra vez los escritores tratan de aclarar los términos o expresiones que pudieran resultar de difícil comprensión para sus lectores.

El verbo herméneuo aparece en el texto griego de cada uno de los versículos aclaratorios que se mencionan a continuación: Mt. 1:23 (al nombre de Emmanuel se añade su significado: «Dios con nosotros»), Mr. 5:41 (a la frase aramea Talitha, koumi sigue su traducción: «Muchacha, levántate»), Mr. 15:22 (Gólgota es equivalente a calavera), Jn. 1:38 (rabí significa maestro). Aún podrían añadirse otros ejemplos (Me, 15:34; Hch. 4:36; 13:8). Pero mucho más notable es la labor exegética de Jesús mismo, tanto en lo que concernía a la ley mosaica, a cuya interpretación aporta una dimensión mucho más profunda que la de los rabinos judíos, como en torno a los textos mesiánicos del Antiguo Testamento, que hallaban en Él su cabal cumplimiento. Lucas sintetiza admirablemente el magisterio hermenéutico de Jesús cuando refiere el diálogo con los discípulos de Emaús: «Comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les iba declarando (diérméneuen). (Lucas 24:27).

En el fondo, la hermenéutica bíblica no trata meramente de la interpretación de los textos sagrados. Su finalidad última debe ser guiamos a una comprensión adecuada del Dios que se ha revelado en Cristo, la Palabra encamada. Por eso su objetivo no puede limitarse a la comprensión de unos escritos. La hermenéutica ha de ser el instrumento que allane el camino para el encuentro del hombre con Dios. Los apóstoles y sus colaboradores, siguiendo la línea de su Maestro, realizaron una amplia labor interpretativa del Antiguo Testamento. Aparte de numerosas citas veterotestamentarias, hay porciones fundamentales del Nuevo Testamento que constituyen una interpretación del Antiguo (ejemplo de ellos es la carta a los Hebreos).

Pero siempre la interpretación y la exposición se llevan a cabo con una gran preocupación evangelística y pastoral. Su afán primordial no es tanto «hacer exégesis» de la Escritura como llevar al lector a una asimilación personal, práctica, con todas sus implicaciones, de los grandes hechos y verdades de la revelación de Dios culminada en Jesucristo, si bien exégesis y asimilación son inseparables.

Necesidad de la hermenéutica.

La Biblia es un libro único y especial. Por un lado es divino, pero es humano.  La paradoja en la Biblia como libro es inevitable; es un libro sencillo, pero también complejo. Es sencillo porque no es un libro de o para cátedras de ciencias especiales como: filosofía, matemáticas, química, biología, etc. Su complejidad está indicada porque no es la obra de un hombre en un momento histórico determinado, sino un conjunto de libros escritos a lo largo de más de un milenio, lleno  de grandes cambios culturales, políticos, sociales y religiosos. Si a esto se añade la diversidad de sus autores, estilos y géneros literarios, se comprenderá lo imperioso de un trabajo esmerado cuando se trata de interpretar las Escrituras hebreo-cristianas.

A veces la hermenéutica bíblica es mirada con recelo y hasta con menosprecio. Tergiversando el principio de la perspicuidad de la Escritura propugnado por los reformadores del siglo XVI, particularmente por Lutero. En algunos círculos, hasta evangélicos, se cree que lo esencial de la Biblia es suficientemente claro y no precisa de minuciosos estudios exegéticas. Pero tal creencia es insostenible. Cierto es que algunos pasajes de la Escritura son muy claros. Lo son especialmente aquellos que se refieren al plan de Dios para la salvación del hombre y para su orientación moral. Pero aun en estos casos los textos sólo son comprendidos en la plenitud de su significado cuando se analizan concienzudamente. No hay en toda la Biblia un versículo más fácil de entender que Juan 3:16. Resulta comprensible aun para la mente más simple. Sin embargo, lo incomparable de su riqueza espiritual sólo se aprecia cumplidamente cuando se ahonda en los conceptos bíblicos expresados por los términos «amor», «Hijo unigénito», «creer», «perdición» y «vida eterna».


Si aún los textos claros deben ser objeto de cuidadoso análisis exegético, ¿qué diremos de los oscuros, de los que presentan expresiones ambiguas o en aparente contradicción con otros pasajes de la Escritura? ¿Qué significado atribuiremos al lenguaje figurado, a los tipos y alegorías, a los salmos imprecatorios, a los enigmas proféticos, a las descripciones apocalípticas? Hay quienes opinan que la dirección del Espíritu Santo es suficiente para una recta interpretación, por lo que no sólo se pone en tela de juicio la utilidad de la hermenéutica, sino que se cuestiona su legitimidad por estimar que constituye un intento de sustituir con la acción del hombre lo que debe ser obra de Dios. Pero esta opinión, pese a su aparente profundidad espiritual, carece igualmente de base sólida.

La historia de la Iglesia: y la experiencia diaria atestiguan que una pretendida dependencia del Espíritu, divorciada del estudio serio y diligente en la interpretación de la Escritura es frecuentemente causa de extravagancias religiosas o de herejías. La obra del Espíritu Santo es indispensable para la comprensión de la Palabra de Dios; pero no es, por lo general, una obra que nos ahorre la saludable tarea de la hermenéutica. La obra del Espíritu Santo es guía, no atajo, para llevarnos al conocimiento de la verdad de Dios. Por tal razón, contar con el Espíritu seriamente no excluye la necesidad del estudio encaminado a desentrañar lo más exhaustiva y fielmente posible el significado de los textos sagrados.

Y si alguien insistiera en sus objeciones contra la hermenéutica apoyándose en pasajes como los de I Jn. 2:20, 27 (<<Vosotros tenéis la unción de Santo y conocéis todas las cosas...La unción que recibisteis de él permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe») evidenciaría su, ignorancia u olvido de otros pasajes en los que se pone de manifiesto que la clara comprensión de una enseñanza bíblica no siempre se obtiene de manera directa e inmediata, sino que a menudo hace necesaria la mediación del intérprete. Recordemos el ejemplo ya mencionado de la ley leída al pueblo y explicada por Esdras. Algunas de las parábolas referidas por Jesús no fueron suficientemente claras para los discípulos y el Señor, mismo tuvo que interpretárselas. El eunuco etíope leía una porción del profeta Isaías, pero solo comprendió su sentido después de la explicación de Felipe.  El apóstol Pedro refiriéndose a algunos escritos de Pablo, afirma que son «difíciles de entender» y que los indoctos e inconstantes tuercen, al igual que las demás Escrituras, para su propia perdición». (II P. 3:15, 16).

La Hermenéutica se hace necesaria entonces, por cinco razones sumarias:

1.    Porque históricamente, el pueblo de Dios muchas veces ha malinterpretado la Biblia.
2.    Por la distancia entre nosotros y el mundo en que la Biblia fue escrito.
3.    La naturaleza de la Biblia: Es un libro divino-humano.
4.    Por la brecha histórica, geográfica, cultural y lingüística que comprende el origen y realidad de La Biblia.
5.    Por el mandato del Autor de La Biblia: Escudriñad las escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; Juan 5.39


La Interpretación como riesgo.

Evidentemente, lo expuesto sobre la necesidad de la hermenéutica nos sitúa ante un problema. Por un lado, es obvio que no podemos prescindir de ella. Por otro, existen posibilidades de que la interpretación sea incorrecta e incluso dañina, que en lugar de aclarar engendre confusión. La tarea interpretativa se nos presenta como arma de dos filos. La sima existente entre judíos y cristianos fue abierta por el distinto modo de interpretar el Antiguo Testamento. Las diferencias confesionales dentro del propio cristianismo son básicamente diferencias de interpretación. Lo que separa a protestantes de católicos es, en síntesis, una disparidad exegética en torno al texto de Mt. 16:18 (“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y a ti te daré las llaves del reino de los cielos”). En el seno del protestantismo, las diferentes «denominaciones» --elementos históricos aparte- apoyan las características que las distinguen en lo que cada una estima ser enseñanza de la Escritura.

¿Existe una respuesta válida a la cuestión del riesgo de la interpretación?

La Iglesia Católica ha resuelto tradicionalmente el problema mediante la autoridad de su magisterio, por el cual se decide la interpretación verdadera, infalible, de la Escritura. En los últimos decenios, especialmente a partir del 11vo. Concilio Vaticano, esta postura ha sido matizada. Una mayor libertad para la investigación bíblica permite a los escrituristas católicos salirse de los rígidos moldes dogmáticos de su Iglesia y llegar a interpretaciones idénticas o similares en no pocos puntos a las de exegetas protestantes. Pero oficialmente la posición del catolicismo no ha variado. Solo el magisterio de la Iglesia tiene la palabra final en la determinación del significado de cualquier texto bíblico. Contra esta pretensión alzaron ya su voz los reformadores del siglo XVI.  En la interpretación de la Escritura, la autoridad final, aseveran, no es la Iglesia, sino la propia Escritura.  Scriptura  sacra  sui ipsius interpres   (la Escritura Sagrada es intérprete de sí misma).  Se daba así a entender que ningún pasaje bíblico ha de estar sometido a la servidumbre de la tradición o ser interpretado aisladamente de modo que contradiga lo enseñado por el conjunto de la Escritura.

La libertad de la interpretación de La Escritura nos la da ella misma. II Pedro 1.20-21.  
“…entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada,
porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo…”

La libertad se refiere a la ausencia de imposiciones eclesiásticas, no a la facultad absurda de interpretar la Escritura como al lector le plazca o convenga.  El libre examen, cuando se ejerce con seriedad, Implica un juicio responsable sujeto a los principios de una hermenéutica sana. Observar estos principios es el único modo legítimo de determinar el significado de cualquier pasaje de la Biblia. Y cuanto más oscuro o ambiguo sea un texto tanto más deberá extremarse el rigor hermenéutico con que se trate. No hay otro camino.


Interpretación en la comunidad de la fe

La responsabilidad individual de la interpretación de la Escritura no significa repudio de las conclusiones exegéticas y de las formulaciones doctrinales elaboradas en la Iglesia cristiana en el transcurso de la historia. Algunas de ellas han sido mantenidas casi unánimemente como expresión de las verdades bíblicas fundamentales y como salvaguardia contra la herejía. Otras han surgido como corrección de errores que se habían introducido en la Iglesia o como resultado de situaciones nuevas que han abierto nuevas perspectivas hermenéuticas. A veces las diversas tradiciones han chocado entre sí; pero aun en estos casos, el enfrentamiento ha sido saludable, pues ha motivado una profundización en la Escritura, en cuyos textos se han hallado significados más precisos y más correctos.

Por otro lado, no podemos perder de vista que la Palabra de Dios ha sido dada al pueblo de Dios. A ella debe este pueblo su origen, su supervivencia y su misión. Así fue con Israel. Y así es con la Iglesia. En la comunidad de la fe el pueblo redimido ha escuchado la Palabra, se ha nutrido de ella, se ha dejado guiar, juzgar, corregir, a la par que se ha sentido estimulada. Estas experiencias no pueden ser desestimadas en el momento de interpretar la Escritura. Nunca deberán ser elevadas a un plano superior al que les corresponde, pues toda experiencia, por lo general, va acompañada de defectos o incluso quizá, de error; pero tampoco ha de cerrarse el oído a lo que en diferentes momentos históricos, por medio de la Palabra escrita, el Espíritu ha dicho a las iglesias. Las obras de los autores cristianos, en gran medida, no son otra cosa que la expresión de esas vivencias espirituales de la comunidad creyente.  Esta verdad ponen el equilibrio respecto de lo que el apóstol Pablo enseña diciendo que el obispo (ministro líder de iglesias) no debe ser un neófito. I Timoteo 3.2-6.

El Consejo Internacional ampliado de la Unión Bíblica, en sus conclusiones sobre «Interpretación de la Biblia hoy», hizo en 1979 la siguiente declaración: «La interpretación responsable de las Escrituras no se da en aislamiento, sino dentro de la comunidad redimida de los que se han sometido a la autoridad de la Palabra de Dios.» Es una observación acertada que todo exegeta debiera tomar en consideración.

DIMENSIONES DE LA INTERPRETACIÓN BÍBLICA

No es finalidad única de la hermenéutica bíblica orientarnos para captar el significado original de un texto. Esto puede ser suficiente cuando interpretamos otras producciones literarias. Pero si aceptamos la Biblia como vehículo de verdades trascendentales, la misión del exegeta no se lleva a cabo plenamente en tanto no se llega a la comprensión de esas verdades.  Tomemos como ejemplo la narración del éxodo israelita. Un estudio del relato histórico en su contexto geográfico, cultural, de costumbres, etc., puede suministrarnos la información suficiente para obtener un cuadro objetivo y claro de los acontecimientos y de las inferencias o derivaciones aplicativas que de ellos se pueden obtener legalmente interpretativas.

Pero detrás de los hechos, y por encima de ellos, hemos de ver, de acuerdo con las indicaciones del propio texto bíblico, la soberanía de Dios, el valor del pacto con Israel, el desarrollo de la historia de la salvación.  Así pasamos de la mera comprensión del texto histórico al entendimiento de su significado en profundidad.

Dicho esto, hemos de subrayar el carácter especial de la Escritura. Sus páginas son portadoras de un mensaje dirigido a los hombres con alcance universal. Y el mensaje bíblico no es la exposición de una verdad abstracta, aislada de la situación en que vive el hombre, sino todo lo contrario; es eminentemente concreto y práctico. Atañe a todo lo humano, tanto en el orden trascendental como en el temporal, en el individual como en el social. Sean los textos históricos, sean los jurídicos o los proféticos, los sapienciales, los poéticos, los didácticos, o los apocalípticos, todos tienen una aplicación al estado o circunstancia específicos de las personas a quienes se destinan. Este hecho tiene sus implicaciones para los lectores de la    Biblia de épocas posteriores a aquellas en que sus libros fueron escritos. Lo que en su día fue declarado por profetas o apóstoles con fines prácticos muy serios no puede ser hoy reducido a un simple conglomerado literario que se somete fríamente a análisis en el gabinete de un erudito.

La interpretación de la Escritura ha de ser mucho más que un mero ejercicio intelectual; debe hacer posible la asimilación de la fuerza vital de su mensaje. Por eso no basta preguntarse: ¿Qué quiso decir el escritor bíblico a los lectores de su día? Es necesaria una segunda pregunta: ¿Que nos dice ese mismo texto a nosotros hoy? ¿Cómo incide en nuestra situación aquí y ahora? Dicho de otro modo, a la interpretación debe seguir la aplicación. De la una a la otra, como sugería Karl Barth, sólo hay un paso.

Si nos atenemos al testimonio de la propia Escritura, en ella palpita un espíritu, el Espíritu de Dios que la inspiró, y sólo hay interpretación auténtica; cuando se establece un nexo de comunión entre el Espíritu de Dios y el espíritu del intérprete y cuando a la palabra de Dios que habla sigue la respuesta de quien la escucha. Esto nos lleva a la contextualización, es decir, a la determinación de relaciones existentes entre el texto de la Escritura y el contexto existencial referido tanto al escritor como al intérprete, cualquiera que sea el lugar, la época y las circunstancias históricas en que éste viva. Es necesaria una comunicación entre el autor bíblico (y su mundo) y el intérprete (y su mundo), la cual se lleva a cabo mediante el «diálogo». En este diálogo, el intérprete inicia su tarea con su comprensión previa del texto, la cual es confirmada o modificada por la luz que el texto arroja sobre ella.

Este «círculo hermenéutico»  es indispensable para la elaboración de una teología seria, con todas sus implicaciones éticas y sociales, y debe observarse con todo el dinamismo que lo distingue. Ello conducirá a descubrir o enfatizar en un momento dado aspectos del mensaje bíblico que antes habían permanecido ocultos u olvidados. A lo expuesto debe añadirse una observación sobre los textos a los que puede atribuirse más de un significado válido. No nos referimos a las innumerables interpretaciones alegóricas que podrían hacerse de muchos pasajes, sino a la pluralidad de sentidos de algunos de ellos. Además del que hubo en la propia mente del autor, existe otro sentido distinto, más hondo, que estaba en la mente de Dios y que, sin contradecir el primero, lo trasciende, como se pone de manifiesto al examinar textos antiguos a la luz posterior de una revelación progresiva. Es lo que se ha denominado sensus plenior (sentido pleno) de la Escritura. Por ejemplo, el texto de Isaías 7:14, relativo a Emanuel, se refería evidentemente a un acontecimiento próximo a la profecía, pero el alcance pleno de su significado lo vemos en la perspectiva mesiánica que nos ofrece el Nuevo Testamento (Mt. 1:23).

Esta característica de algunos pasajes bíblicos puede ser un incentivo saludable para profundizar en el análisis hermenéutico de cualquier texto. Pero al mismo tiempo un abuso del sensus plenior engendra errores. Abusivamente lo aplica la teología católico-romana cuando trata de justificar dogmas basados en la tradición con la alegación de que ésta constituye el desarrollo de doctrinas que se hallaban en estado latente en la Escritura.  

El mismo error cometen cuantos extraen de textos bíblicos segundos significados que no concuerdan con las enseñanzas globales de la Biblia, sino que surgen de corrientes de pensamiento más o menos vigorosas en un momento histórico determinado o de sus propios intereses dogmáticos. En la práctica, muchas veces este segundo significado invalida el primero, el correspondiente a la interpretación hístórico-gramatical que es el verdadero.


LOS REQUISITOS DEL INTÉRPRETE BÍBLICO

Los libros de la Biblia tienen mucho en común con otros textos literarios, pero también poseen características propias que los distinguen como especiales. Especial es, sobre, todo, el hecho  de que sus autores aparecen como instrumentos de la revelación de Dios. A través de ellos y de sus escritos, Dios habla a los hombres. Por tal motivo, la interpretación de tales escritos exige de quien la practica unos requisitos peculiares indispensables. Así por un lado, consideraremos los requisitos que podríamos llamar generales, y por otro, los especiales, los propios de un estudio que pone al intérprete a la escucha de Dios.

1.     Requisitos especiales.  

Obviamente, quien sólo vea en la Biblia un conglomerado de relatos históricos, textos legales, normas cúlticas, preceptos morales, composiciones poéticas y fantasías apocalípticas, es decir, un conjunto de libros comparables a otros semejantes de la literatura universal, pensará que puede proceder a su interpretación sin otros requisitos que los ya apuntados. Pero aun el lector neutral, si es objetivo, admite que en muchos aspectos la Biblia es una obra única y que es razonable la duda en cuanto a la suficiencia de requisitos ordinarios para su interpretación. Si nos situamos en el plano al que la propia Escritura nos lleva, es decir, el plano de la fe, encontramos en ella la Palabra de Dios, siempre dinámica, rebosante de actualidad. Por eso sus páginas son mucho más que letra impresa. A través de ellas llega a nosotros la voz de Dios. De ahí que el intérprete de la Biblia necesite unos requisitos de carácter especial.

a.    Amante convicto de La Biblia. 

Los más reconocidos personajes del tiempo antiguo que la misma Escritura contiene testifican de un amor propio y profundo por La Palabra Escrita de Dios.  El caso con un resalte especial es el del rey David.  Salmos 119.97  ¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación.  Salmos 119.113  Aborrezco a los hombres hipócritas; Mas amo tu ley. 

Por amor convicto a La Palabra de Dios se debe entender el equivalente a lo que un artista o deportista experimenta con su vocación; ama hacer lo que hace.

Ningún intérprete de La Escritura puede obtener el entendimiento correcto de la interpretación sin pasar por amar primeramente La voz de Dios que es Su Palabra.  El amor profundo por La Escritura, genera en el lector e intérprete una sensibilidad y capacidad espiritual especialmente condicional para la interpretación correcta.

El corazón, la mente, los sentimientos y la voluntad del exegeta han de estar abiertos a la acción espiritual de la Escritura. Ha de establecerse una sintonía con el mensaje que la Biblia proclama. La carencia de sensibilidad espiritual  incapacita para captar en profundidad el significado de los pasajes bíblicos.   Aun tratándose de obras que no sean la Biblia, la falta de compenetración entre  autor e intérprete merma la calidad de la obra de éste. En toda labor exegética se debe ahondar en el espíritu que hay detrás del texto. En el caso de la Biblia, se trata de descubrir lo que había en la mente y en el espíritu de sus autores. Esto logrado, se advierte en ellos la presencia del Espíritu de Dios. Tal es la razón por la que el intérprete ha de estar poseído del Espíritu Santo y ser guiado por El.

La facultad de discernimiento espiritual del creyente ha de ser alimentada por una actitud de reverente dependencia de la dirección divina. Todo trabajo de exégesis debe ir de la mano con la oración. En el campo de la hermenéutica tiene perfecta aplicación el aforismo bene orasse est bene studuisse (orar bien es estudiar bien).

El exegeta, más que cualquier simple lector de la Biblia, habría de hacer suya la súplica del salmista: «Señor, abre mis ojos y miraré las maravillas de tu Ley» (Sal. 119:18). Conviene recordar, sin embargo, que la acción iluminadora del Espíritu Santo no ahorra al intérprete cristiano el esfuerzo hermenéutico. Tampoco lo preserva de la posibilidad de caer en errores. El don de la infalibilidad no se cuenta entre los dones con que Dios ha querido enriquecer a su pueblo. Así, pues, la realidad del Espíritu Santo debe ser un estímulo no para elaborar sistemas dogmáticos cerrados, sino para ahondar incansablemente en el significado de los textos bíblicos, modificando nuestras interpretaciones anteriores siempre que una mejor comprensión nos lleve a ello.

b.    Espíritu de respeto y sumisión.  Los intérpretes fieles y fiables siempre han sido absolutamente respetuosos y sumisos a La Escritura. El intérprete fiel, siempre se acerca a La Biblia con una actitud de reverencia hacia ella misma.  Mantener y sostener una condición de “estudiante” e “indagador” de La Palabra debe ser siempre una cualidad de quien anhela encontrar el significado de la revelación que contiene La Escritura.

c.    Actitud de compromiso. El verdadero intérprete de la Biblia no se limita al estudio frío de sus páginas como si efectuase un trabajo de laboratorio. Por grande que sea su erudición, ésta no es suficiente para hacer revivir el espíritu y el propósito originales de la revelación. Tampoco basta una actitud pietista, pero desencarnada, hacia la Palabra de Dios. Si la Biblia es el vehículo que Dios usa para llegar al hombre y hablarle, el lector, mucho menos el intérprete, no puede desentenderse de lo que Dios le dice. El mensaje bíblico ha de hallar en él una resonancia interior y ha de influir decisivamente en su vida. La comprensión de la Palabra de Dios lleva inevitablemente al compromiso con Dios, a la decisión de aceptar lo que Él ofrece y darle lo que exige, a hacer de su verdad nuestra verdad, de su voluntad nuestra voluntad y de su causa nuestra causa. Así lo entendieron los reformadores del siglo XVI. Para Lutero, la exposición de la carta a los Romanos y de otros libros de la Biblia, no fue un mero trabajo propio de su labor docente. Constituyó una fuerza colosal que, a la par que transformó radicalmente su vida, cambió el curso de la historia de la Iglesia y del mundo. Únicamente una acción comprometida, de identificación práctica con el texto que se interpreta, puede extraer de éste la plenitud de su significado. 
Lo que algunos pensadores han opinado sobre la investigación histórica tiene aplicación, con mayor razón, a la investigación bíblica. La historia no puede ser estudiada con efectividad de modo absolutamente imparcial.  La tarea del historiador consiste en «revivir», lo que está muerto. «Sólo el compromiso profundo con la acción histórica puede sentar las bases para la interpretación de la historia. La actividad histórica es la clave para la comprensión de la historia».

De modo análogo, podríamos decir que la «actividad» bíblica es la clave para la comprensión de la Biblia. En la medida en que el estudio de sus textos va  acompañado de una acción consecuente en la teología, en el culto y en la conducta, incluida su proyección social, es factible una interpretación en profundidad que irá enriqueciéndose a medida que se vaya asumiendo su contenido.   

Algunos teólogos evangélicos de nuestros días son conscientes de esta realidad y han empezado a dar mayor interés a las implicaciones prácticas de la hermenéutica. Con un enfoque contextual las realidades espirituales, culturales y socio-políticas de hombres y pueblos son tomadas seriamente en consideración a fin de interpretar la Escritura de modo correcto, comprensible y relevante. Pero la realización de este propósito pasa por la «encarnación» del mensaje bíblico, encarnación en la que deben asumirse los problemas, las inquietudes y las necesidades de aquellos a quienes se pretende comunicar la Palabra de Dios.

d.    Disposición de inversión.
La condición del intérprete bíblico es equiparada con la del historiador y antropólogo: éstos últimos “viajan” ideal y literalmente hacia y hasta el punto de partida de los hechos con tal de lograr el descubrimiento o hallazgo correspondiente y correcto.

Esta labor requiere una cuantiosa inversión. Por cuantiosa se debe entender, una entrega total a la faena. La interpretación de Las Escrituras requiere invertir: un corazón rendido, tiempo más allá del normal, buscar y adquirir literatura confiable y madura, enlistarse en estudios serios o formales abarcadores del estudio de la interpretación,  armarse de todo el equipamiento más que necesario (Biblia en diferentes versiones, diccionarios bíblicos, compendios, concordancias, manuales temáticos, etc., etc.



2.     Requisitos generales

a.    Objetividad. Es obvio que en la labor del exegeta influyen multitud de factores. Consciente o inconscientemente, el intérprete actúa bajo la acción de condicionantes filosóficos, históricos, psicológicos e incluso religiosos, los cuales, inevitablemente, colorean la interpretación. La historia, por ejemplo, únicamente puede ser comprendida cuando se presuponen unas perspectivas específicas. Pero es un grave error asegurar que el intérprete moderno sólo puede entender la Biblia sobre la base de sus propias ideas previas. Como lo sería renunciar a un examen crítico de los factores subjetivos que pueden influir en la tarea hermenéutica con efectos distorsionadores sobre el auténtico significado del texto. Cuando las presuposiciones, filosóficas o teológicas, adquieren rango de árbitros, cuando su peso es decisivo, entonces la interpretación objetiva es imposible. Para el caso, el racionalista interpretará todo lo sobrenatural negando la literalidad de la narración y atribuyéndole el carácter de leyenda o de mito. El existencialista prescindirá de la historicidad de determinados relatos y acomodará su interpretación a lo que en el texto busca: una mera aplicación adecuada a su situación personal aquí y ahora. El dogmático -católico, protestante u ortodoxo griego- interpretará la Escritura de modo que siempre quede a salvo su sistema doctrinal. Aun los creyentes más deseosos de ser fieles a la Palabra de Dios pueden caer, y con harta frecuencia caen en este error, víctimas de las ideas teológicas prevalecientes en su iglesia. Esto sucede sin que el propio intérprete se percate de ello. Apropiándonos una metáfora de R. E. Palmer, estamos inmersos en el medio de la tradición, que es transparente para nosotros, y por lo tanto invisible, como el agua para el pez.   

El exegeta, sean cuales sean sus puntos de vista iniciales, ha de acercarse con actitud muy abierta al texto, permitiendo que éste los modifique parcial o totalmente, en la medida en que no se ajusten al verdadero contenido de la Escritura examinada. Si cumple honradamente su cometido, lo que haga será exegesis, no eiségesis; es decir, extraerá del texto lo que éste contiene en vez de introducir en él sus propias opiniones. Como bien reconoce el profesor Leo Scheffczyk, «toda interpretación es un proceso espiritual de mediación en el que el interpretante siempre se vincula al texto y en el fondo se le subordina, desempeñando una función de servicio. La interpretación de un texto es una mayéutica, una obstetricia espiritual en que el intérprete de por sí no ejerce ninguna función creadora, en el sentido de inventar algo nuevo, sino que solamente debe ser eficaz a modo de instrumento para hacer salir a luz lo que ya existe en el texto. De este modo, mirando siempre al fenómeno puro e ideal de la interpretación, el intérprete nunca se erige en señor de su texto, sino que está subordinado al contenido y a las exigencias del mismo. Siguiendo el ejemplo que con frecuencia se aduce a este propósito, el intérprete desempeña el mismo papel que el Juez, que interpreta una materia legal dada y la aplica y, si lo hace con esmero, nunca tendrá la conciencia de que se alza sobre la ley».  

b.    Espíritu científico. Se han adoptado a menudo dos modos dispares de acercarse a la Biblia: el que podríamos llamar devocional o pietista y el racionalista. El primero nos lleva al texto en busca de lecciones espirituales que puedan aplicarse directa e inmediatamente y está presidido no por el afán de conocer el pensamiento del escritor bíblico, sino por el deseo de derivar aplicaciones edificantes. Es el que distingue a algunos comentarios y a no pocos predicadores. El racionalista, con toda su diversidad de tendencias, analiza la Escritura sometiéndola a la presión de rígidos prejuicios filosóficos. De este modo muchos textos son gravemente tergiversados. Tanto en un caso como en el otro, se da poca importancia al significado original del pasaje que se examina. No se investiga lo que el autor quiso expresar. En ambos falta el rigor científico. El exegeta debe estar mentalizado y capacitado para aplicar a su estudio de la Biblia los mismos criterios que rigen la interpretación de cualquier composición literaria. El hecho de que, tanto en la Biblia como en su interpretación,  haya elementos especiales no exime al intérprete de prestar la debida atención a la crítica textual al análisis lingüístico, a la consideración del fondo histórico y a todo cuanto pueda contribuir a aclarar el significado del texto (arqueología, filosofía, obras literarias más o menos contemporáneas, etc.).

Pero no basta la posesión de conocimientos relativos a la labor exegética. El intérprete ha de saber utilizarlos científicamente, poniendo a contribución un recto juicio, agudeza de discernimiento, independencia intelectual y disciplina mental que le permitan analizar, comparar, sopesar las razones en pro y en contra de un resultado y avanzar cautelosamente hacia una interpretación aceptable. Bernard Lonergan, refiriéndose a la importancia de estas cualidades, llega a la siguiente conclusión: «Cuanto menor sea la experiencia, cuanto menos cultivada la inteligencia, cuanto menos formado el juicio, tanto mayor será la probabilidad de que el intérprete atribuya al autor una opinión que el autor jamás tuvo».


c.    Humildad. Esta cualidad es inherente al espíritu científico. Cuanto más se amplía el círculo de lo sabido, mayor aparece el de aquello que aún queda por descubrir. Y aun lo que se da por cierto ha de mantenerse en la mente con reservas, admitiendo la posibilidad de que nuevos descubrimientos o investigaciones más exhaustivas obliguen a rectificaciones. En el campo científico nunca se puede pronunciar la última palabra.
Esto es aplicable a la interpretación, por lo que todo exegeta debe renunciar aun a la más leve pretensión de infalibilidad. En la práctica, no es sólo la Iglesia Católica la que propugna la inerrancia de su magisterio. También en las iglesias evangélicas hay quienes se aferran a sus ideas sobre el significado del texto bíblico con tal seguridad que ni por un momento admiten la posibilidad de que otras interpretaciones sean más correctas. A veces ese aferramiento va acompañado de una fuerte dosis de emotividad y no poca intolerancia, características poco recomendables en quien practica la exégesis bíblica. Quien se encastilla en una tradición exegética, sin someter a constante revisión sus interpretaciones, pone al descubierto una gran ignorancia, tanto en lo que concierne a las dimensiones de la Escritura como en lo relativo a las limitaciones del exegeta. La plena comprensión de la totalidad de la Biblia y la seguridad absoluta de lo atinado de nuestras interpretaciones siempre estará más allá de nuestras posibilidades.

Por supuesto, la prudencia en las conclusiones no significa que el proceso hermenéutico, al llegar a su fase final, no haya de permitir sentimientos de certidumbre. Después de un estudio serio, imparcial, lo más objetivo posible, la interpretación resultante debe mantenerse con el firme convencimiento de que es correcta, a menos que dificultades insuperadas del texto aconsejen posturas de reserva y provisionalidad. En cualquier caso, ha de evitarse el dogmatismo, admitiendo siempre la posibilidad de que un posterior estudio con nuevos elementos de investigación imponga la modificación de interpretaciones anteriores.



Cuarta Clase

RECURSOS  O HERRAMIENTAS NECESARIAS
PARA LA LABOR HERMENÉUTICA

Hay una gran cantidad de excelente material complementario que ayuda a comprender mejor a las personas lo que leen y estudian de la Biblia. Aparece a continuación una lista de algunos recursos que debemos poseer para realizar una buena exégesis.  

1.  BIBLIAS: Nótese que nos referimos a “Biblias” (en plural) porque consideramos de antemano que no existe una traducción perfectísima de la Biblia. Lo ideal sería que todos pudiésemos leer la Biblia en hebreo (la mayor parte del Antiguo Testamento), arameo (mitad de Daniel, partes de Esdras, y algunos textos aislados en otros libros) y griego (todo el Nuevo Testamento). Aun los que manejan bien estos idiomas recurren a otras traducciones para comparar su propia traducción. Todo esto significa que no se debe usar una sola traducción de la Biblia. Hacerlo limita al lector a las preferencias exegético-hermenéuticas y a los métodos de traducción del traductor, o traductores. El estudiante de la Biblia debe hacer uso de dos o tres versiones diferentes de la Biblia. Visto lo anterior, podemos sugerir al estudiante de la Biblia las siguientes versiones: Dios Habla Hoy (traducción por equivalencias dinámicas); Reina-Valera 1960 (traducción por equivalencias formales). También se recomiendan: La Biblia de Jerusalén (de gran ayuda para la exégesis)  y la Nueva Biblia Española (traducción por equivalencias dinámicas).

2. CONCORDANCIAS: Son indispensables para el trabajo exegético. La concordancia enumera los lugares (un libro, un testamento, toda la Biblia) donde aparece una palabra. Nos ayuda a determinar el uso, la distribución y los contextos de una palabra específica. Las concordancias son útiles para el estudio temático (por ejemplo, salvación) o para descubrir los temas característicos en los distintos libros de la Biblia.

3.  DICCIONARIOS: Estos dan información necesaria para ubicar el mensaje Bíblico en su contexto inmediato y global. Por ejemplo, ofrecen información detallada de una ciudad o un monte. Presentan un panorama completo de un concepto teológico (elección, pecado). Dan biografías completas de personajes importantes de la Biblia. Ofrecen datos arqueológicos, históricos y culturales. Tienen mapas y cuadros cronológicos. Dan información importante sobre cada libro de la Biblia.

4.  COMENTARIOS: Es imposible dar aquí una lista de comentarios que quisiéramos sugerir para cada uno de los libros de la Biblia. Sin embargo, si queremos dar algunos consejos a seguir para hacer la mejor elección. En primer lugar, el estudiante de la Biblia debe tener como regla no usar ningún comentario hasta haber hecho su propia investigación. Recurrir a un comentario antes de hacer el estudio personal ayuda a la pereza mental y le roba al estudiante la satisfacción de haber descubierto algo por sí mismo. En segundo lugar, hay que evitar aquellos comentarios de carácter devocional, que no ayudan al estudiante a encontrarse con los asuntos propiamente exegéticos, sino que de inmediato saltan a la aplicación. Los comentarios recomendados son aquellos que empiezan con una introducción bastante completa, donde se encuentran detalles de dónde, cuándo y quién escribió el libro, por qué y para quién lo escribió, cuál es su estructura y bosquejo, y cuáles son sus temas teológicos más importantes.

5.  HISTORIAS (del Antiguo y Nuevo Testamentos): Estos libros son muy importantes para ubicar libros y pasajes en el contexto histórico al que se refieren y al que perteneció el autor y su audiencia. Ayudan al estudiante de la Biblia a tener un cuadro más realista de la historia bíblica, y a poder colocar libros y personajes bíblicos en una correcta perspectiva histórica. Se debe recordar que el orden canónico (de los libros de la Biblia) no sigue una línea histórica.  

6.  OBRAS LITERARIAS SOBRE “USOS Y COSTUMBRES EN LOS TIEMPOS BÍBLICOS”.  Incluso, hay un autor norteamericano (Ralph Gower) quien escribió una obra básica al respecto titulada: “Manual de usos y costumbres de los tiempos bíblicos”.

7.  LITERATURA sobre LAS GRANDES CULTURAS DE LA HUMANIDAD.  Sobre esta temática hay suficiente material al cual recurrir, sin embargo, ante toda esta literatura, el fiel intérprete bíblico-cristiano necesita mantenerse firme desde las raíces de su fe, pues al indagar en dichas obras el propósito no es obtener “nuevas” “revelaciones”, sino recursos o elementos que, ajustados a la SANA DOCTRINA, sean útiles en su labor interpretativa de La Palabra Divina. La manera correcta de explorar las grandes culturas de la humanidad, sin ser influenciados con caracteres indebidos de las mismas es la de realizarlo como el viaje que emprende una persona hacia un destino previamente especificado y definido; el viajero lo hace utilizando las diversas formas de transporte que hay: terrestre, marítimo o aéreo; esa persona, durante el recorrido logra observar, conocer y comprender una gran diversidad de lugares o sitios que sobresalen histórica, social y políticamente, pero esa persona, sin importar lo atractivo que sea un determinado lugar, no se detiene, ni se anula su viaje, pues ya tiene prefijado su destino final.  De igual manera, el intérprete fiel de Las Escrituras, aunque durante su exploración de las diversas culturas históricas de la humanidad logre adquirir conocimientos importantes y utilitarios para el refuerzo de su trabajo hermenéutico, no por ello se deja influir, contaminar o cambiar de parecer respecto de los más profundos e inmovibles fundamentos de La Doctrina de Fe sustentada en Las Sagradas Escrituras.  Con esto queda claro, que la interpretación de La Biblia no tiene como finalidad descubrir nuevas “doctrinas” o “revelaciones” que sobrepasen a la Doctrina que ya está fundada en La Palabra de Dios.


FINALIDAD DE LA REVELACIÓN;
LA CUESTION HERMENÉUTICA

Por supuesto, no se pretende que La Escritura haya recogido todo lo que Dios había revelado. Parte de los escritos proféticos no llegaron a ser incorporados al Canon veterotestamentario (II. Cr. 9:29). Jesús hizo “otras cosas” que no aparecen en los evangelios (Jn.21:25), y los apóstoles escribieron cartas que no aparecen en el Nuevo Testamento (I Cor. 5:9; Col. 4:16) pero el material recogido en los libros de la Escritura es suficiente para que se cumpliera el propósito de la revelación. Nada esencial ha sido omitido.

El contenido de la Biblia es determinado para la finalidad de la misma: Guiar a los hombres al conocimiento de Dios y a la fe. A partir de ese conocimiento y de esa fe, La Escritura capacita al creyente para vivir en conformidad con la voluntad de Dios. Una comprensión clara del objeto de La Escritura nos librará de los problemas que ha menudo se han planteado alegando deficiencias en la Biblia desde el punto de vista científico o histórico. La revelación, y por ende La Escritura, no nos ha sido dada para llegar a aprender lo que podemos llegar a conocer por otros medios, sino con el único propósito de que alcancemos a saber lo que sin ella nos permanecería velado o desconocido: La verdadera naturaleza de Dios y su obra de salvación a favor del hombre. Este hecho adquiere importancia capital cuando hemos de interpretar la Biblia, pues no pocas dificultades se desvanecen cuando se tiene en cuenta lo que es y lo que no es la finalidad de la revelación.

No podemos perder de vista que la finalidad de la Escritura no es proveernos de una enciclopedia a la cual recurrir en busca de información sobre cualquier tema. Ninguno de sus libros fue escrito para ser usado como texto para aprender cosmología, biología, antropología o incluso historia en un sentido científico. Los incrédulos a menudo afirman que la Biblia es obsoleta. Los descubrimientos modernos (dicen en sus argumentos) han hecho que la cosmovisión bíblica parezca ridícula. Esta posición hace varias suposiciones erróneas y pasa por alto la perspectiva de la Biblia.

La Biblia no es un texto de ciencia. Su propósito no es explicar con palabras técnicas la información científica acerca del mundo natural, sino explicar los planes de Dios y su relación con el hombre, para tratar los asuntos espirituales. En definitiva, no es un texto técnico para científicos. Las descripciones bíblicas en lo concerniente a la naturaleza  no son ni científicas, ni faltas de ciencia, sino compuestas con palabras que no son técnicas, sino a menudo generales, para que aún los iletrados puedan entenderlas. Esto no quiere decir que sus declaraciones sean incorrectas o simplistas; significa que fueron escritas desde el punto de vista y el idioma de un observador no técnico, para un público general.

La gran preocupación del Espíritu Santo al inspirar a los escritores sagrados no era controlar su forma de escribir a fin de no escandalizar a los científicos o historiadores de épocas posteriores, sino guiarlos en su testimonio de los hechos salvíficos y en la fiel expresión de lo que les había sido revelado. En cuanto a su modo de escribir sería absurdo pensar que lo hubieran hecho en un lenguaje diferente al propio de su tiempo.  Cuando aprendemos este principio, muchos problemas desaparecen, se desvanecen. Las supuestas divergencias entre la Biblia y la ciencia quedan sin peso alguno.

Entendemos entonces, que los escritores bíblicos describen los fenómenos del universo según las apariencias sensoriales, sin pretender jamás impartir una enseñanza científica, y siguiendo – como se hace aún hoy popularmente – los modos de expresión comunes en su tiempo. Decir que “el sol sale” o “se pone” (Sal. 19:5-6, 104:22; Mal 1:11) no es darle la razón a Ptolomeo y quitársela a Copérnico. Son frases del lenguaje común que los propios científicos usan fuera de su ámbito profesional. Esta peculiaridad del lenguaje fenoménico -popular, no científico- debe ser tenida muy en cuenta por el exegeta. Es un servicio muy pobre el que se presta a la doctrina de la inspiración de la Escritura cuando en algunos textos del Antiguo Testamento, aislados de su contexto, se ven sensacionales declaraciones coincidentes con descubrimientos o logros posteriores de la ciencia. El intérprete esmerado no tratará de hallar el automóvil en Nahúm 1, el avión en Isaías 60, la teoría atómica en Hebreos 11:3 o la energía atómica en II Pedro 3. Todos esos esfuerzos por extraer de La Escritura teorías científicas modernas hacen más daño que bien.
  

MÉTODOS DE INTERPRETACIÓN BÍBLICA


En toda labor de investigación, los resultados dependen en gran parte de los sistemas o métodos de trabajo que se empleen. La tarea hermenéutica no es una excepción, pues el modo de inquirir el significado de los textos determina considerablemente las conclusiones del trabajo exegético. Ello explica la disparidad de interpretaciones dadas a unos mismos pasajes de la Escritura, con las consiguientes implicaciones teológicas y prácticas. 

1.   MÉTODO ALEGÓRICO

Este método se concentra no en lo que dice el texto, sino razona que hay algo debajo del texto, que le toca al intérprete de un modo subjetivo encontrarlo. Subjetivo quiere decir que el que piensa, determina lo que significa el objeto estudiado. Insiste que debajo de lo obvio, hay algo más rico, profundo e importante que viene a ser el sentido verdadero. De tal manera que es un método individual que varía de acuerdo con los gustos y hábitos de cada cual que interpreta. El problema con este método está en el hecho que cada uno somos diferentes. El intérprete al analizar el texto lo filtraría por medio de su propia experiencia e interés y no de acuerdo a lo que realmente dice y la interpretación correcta del propósito del mismo. Usando este método cae el intérprete en parcialidad y quiere que la Biblia diga lo que él piensa. Así que este método es muy arbitrario ya que puede hacer que el texto diga cualquier cosa. 

2.   MÉTODO LITERAL

Su enfoque es aceptar lo que dice literalmente; al pie de la letra. En este método hay aspectos que debemos considerar, los cuales son:

A.  Examinemos las palabras según su uso en la oración.
B.  Examinemos la oración según su contexto.
C. Comparemos las ideas similares.

D. No puede haber contradicción.
E.  Preferimos los textos que son claros con relación a los oscuros.
F.  Observemos con cuidado; el deletreo, la gramática y si son figuras literarias. Estas figuras las veremos más adelante. El problema o debilidad de este método es llevarlo  al extremo. Un ejemplo de un mal uso de este método se puede dar en el Salmo 130:1 si la frase “de los profundos” se interpreta diciendo que la oración debe practicarse lo más bajo posible.


3.   MÉTODO DOGMÁTICO

Un dogma es un punto doctrinal adoptado por un grupo religioso particular, de tal manera que este método se conforma dentro de lo que un grupo adopta como su marco de creencias. Realmente afirma que solamente unos hombres pueden descifrar lo escrito en la Biblia y que lo hacen influenciados por los dogmas de la iglesia. En sí, lo que hace es buscar en la Biblia versículos que estén de acuerdo con los dogmas ya aceptados. Es un método arbitrario, ya que si un texto bíblico cuestiona o niega un dogma, automáticamente es desconectado. En un sentido hay parcialidad y práctica de eiségesis en lugar de exégesis. El problema con este método radica en quien determina lo que creemos: La Biblia o el hombre. Recordemos que la Biblia es la autoridad y no el individuo. (ver I Pedro 1:20-21). 


4.   MÉTODO LIBERAL

Este método se basa en la tesis de que lo sobrenatural no existe. Por tanto no cree en la inspiración de la Biblia, en los milagros, y mucho menos que exista un Dios que influye directamente sobre la historia. En definitiva rechaza todo lo que la razón no puede explicar. Se declara libre para pensar lo que quiera, y creer lo que le parezca razonable, sin recurrir a otra autoridad a parte de su propio raciocinio.

La explicación que se daría a Mateo 14:25,  donde leemos que Jesús caminó sobre el mar siguiendo este método, es que el Señor camino pero fue sobre la orilla del mar. Finalmente en Éxodo 14:21-27 tenemos el caso de Israel cruzando el Mar Rojo. La explicación de que el nivel del agua era bajo, no es suficiente ya que no explica cómo se ahogaron entonces los egipcios.


5.   MÉTODO GRAMÁTICO-HISTÓRICO

Este es el primero de los métodos  para la práctica de una exégesis objetiva. Sin lugar a dudas es superior a los anteriores. Como su título lo indica, tiene por objeto hallar el significado de un texto sobre la base de lo que sus palabras expresan en su sentido llano y simple a la luz del contexto gramático-histórico en que fueron escritas. La interpretación se efectúa de acuerdo con las reglas semánticas y gramaticales comunes a la exégesis de cualquier texto literario, en el marco de la situación y de los lectores de su tiempo.

En síntesis el estudio gramático-histórico de un texto incluye su análisis lingüístico (palabras, gramática, contexto, pasajes paralelos, lenguaje figurado, etc.) y al examen de su fondo histórico.


Es tarea del intérprete determinar con la mayor precisión posible lo que el escritor sagrado quiso realmente decir. Salvo casos excepcionales (casos en los que no comprendieron a profundidad lo que exponían, como en el caso de algunas profecías, por ejemplo ver I Pedro 1:10-12), los escritores bíblicos sabían bien lo que habían de comunicar, y su lenguaje en toda su variedad de géneros y estilos, significaban lo que decía. Atribuir a un pasaje significados acordes con la “comprensión previa” a los prejuicios del intérprete, pero ajenos a la intención del autor, no es interpretar, sino violar el texto. Violación se comete también cuando de algún otro modo se pretende establecer una diferencia entre lo que los escritores sagrados pensaban y lo que escribieron.